RELATOS DEL BARRIO: ¿QUÉ SABES DE CORDILLERA? o CALLE FREIRINA 1858
Adrián Medina Gómez*, conocido como "El Beto o el Betito", pronunciado con voz grave y profunda. Uno de los muchos niños que se criaron y vivieron grandes e inolvidables momentos, en nuestro barrio. Amigo entrañable, entre otros, de Roberto Zabala Vásquez. Hoy, aunque dejó hace ya un tiempo la casa materna, la de sus abuelos. Nos regala un hermoso relato que habla de sus vivencias infantiles, la que recuerda con nostalgia y relata en clave poética. Gracias, Beto, por hacerte un espacio de tiempo para nosotros y para parte importante de tu pasado.
RELATO DEL BARRIO: LA CALLE FREIRINA
Hace mucho, mucho tiempo,
en algún lugar del mapa del olvido y de la memoria de los hombres y en un
tiempo que ya no es, como si nunca nada, ni nadie hubiese existido, desde
siempre y para siempre, ni siquiera en la imaginación. Donde ni el viento ya
recuerda ni cuenta lo sucedido…el pequeño mesaba sus cabellos destilando el
sudor del juego, haciendo estallar de su frente gotas oscuras, mezcladas de
polvo y niñez, mientras a sus espaldas y en las alturas un cielo calipso y
fuerte repartía saludables rayos de sol, que a través de una suave brisa jugaba
con su pelo en medio de árboles verdes y frondosos, cuyas ramas dialogaban
entusiastas a sortear el viento, reverberando hacia el infinito sus hojas sin
edad. El pequeño, entonces, formaba parte de un espectáculo detenido para
siempre, grabado quizá dónde, imborrable en las añoranzas ya idas, donde nada
importaba. El mundo, entonces, desde Freirina, parecía completo, amigable,
seguro. Parecía que el tiempo nacía y moría en la calle. Un mundo sin futuro ni
pasado, sin la zozobra del porvenir, ni las cadenas de lo ya hecho, donde “mañana”
aún no formaba parte de la conciencia de los hombres. Al pequeño no le
importaba deteriorar sus pantalones cortos hechos por su abuelita Blanca, pues
el afán de jugar con la tierra era más importante y su única obsesión. Hacia
delante, derecho hacia el oriente de la niñez, sumergida, cobraba toda la vida,
la calle de la familia del pequeño, pero también la casa de la señora Lucha, una
mujer gruesa, de cabellos azules y a la que nadie le llamaba la atención esta
particularidad. Atendía en un pequeño almacén del primer pasaje, hacia Los
Nidos, que conectaba dos universos: Freirina y Diana Valderrama.
En la puerta de una casa
vetusta el abuelito del pequeño leía El Siglo, eterno, que todas las tardes recogía para volverlo a
leer como la primera vez, sentado en una silla vieja e incómoda a la entrada
del 1858, mirando las achiras del jardín, con sus suspensores rojos, camisa
blanca superplanchada y sus pantalones cafés, con una línea inquebrantable en
ambas piernas. Se veía en Don Pedro el rostro curtido por la bondad y el
desprendimiento, resoplando altruismo por sus dos ojos negros…, mientras en la
cocina la abuelita Blanca, esposa de don Pedro, ejercía su amorosa doble
maternidad haciendo el pan de la nada, estrujando milagrosas ensaladas,
sumergiendo sus albinas manos en una fuente heredada, decía ella de su madre,
pero se sentía más antigua al verla. Unos cuantos metros más allá del 1858, Don
Darío, pintando la cerca de su jardín por millonésima vez, mientras su esposa
Clotilde se regocijaba con esa actividad, sentada en su silla de ruedas,
cubriendo sus faldas con un chal. Siempre el mismo. También nadie notó jamás
que la señora Clotilde no podía caminar, pues el pequeño pensó que ella había
nacido, desde siempre, con la silla pegada al cuerpo y que esta crecía con
aquel, pareciéndole natural su estado. Inmediatamente al lado, la señora Teresa,
acariciando sus perros. Dos cachorros de raza irrelevante, pero amigables hasta
el cansancio, provocando los condescendientes regaños de su esposo don Lucho
que era el peluquero de la cuadra, igualmente vestido a la usanza de don Pedro…
Beeeto!!!!, Betitoooo!!!, llamaba la señora Blanca a tomar onces a su nieto,
mientras este se despedía del Checho, su vecino de la misma edad, soltando las
hormigas atrapadas en sus manos…La lora de la señora de la esquina de la plaza,
también repetía insistente…Beeeeto!!!, Betitoooo!!!….Don Carlos saludaba a sus vecinos
preguntándoles si las radios funcionaban bien, pues ese era su oficio, arreglar
mil veces las radios de la cuadra.
Danzaba, entonces, el crepúsculo
primaveral y la tierra era envuelta en aromas múltiples, mientras lo trenzaba
sus rosados dedos para ahuyentar la noche e iniciar una danza de colores
siderales.
La señora Inés, mamá del
pequeño, de eterna juventud, con sutil desplazamiento y delicados gestos
arrulladores se inclinaba hasta posar sus labios en la frente de Beto, quien
haciéndose el dormido se mecía plácido en el olor de su madre: Era un aroma
suave, a jazmín, a rosas y otras yerbas, que actuaba como somnífero, pues sentía
relajarse y entregarse a una sensación de indescriptible seguridad y felicidad.
Una vez que su madre se hubo ido, habría los ojos y contemplaba la noche, que
jugando a las escondidas entre las cortinas de la ventana, lo invitaba a
recorrer mundos imaginarios llenos de aventura, donde no había peligros; ni
malos, ni buenos, pues la aventura era desplazarse por desconocidos lugares que
confortaban su alma; lugares que mostraban otros olores, otras figuras y otros
seres, hasta que lo sorprendía el sueño, entonces todo parecía detenerse y
suspenderse, pues parecía que Dios también descansaba.
¡¿Está despierto el
pueblo!?, preguntaba su abuelo Pedro por la mañana. el pequeño respondía al unísono
con sus hermanas…¡Sí, el pueblo está despierto! Y ¿qué quiere el pueblo?,
replicaba el abuelo…¡Desayuno!, ¡desayuno para el pueblo!, ¡desayuno para el
pueblo!,
¡desayuno para el pueblo!.
Hasta que don Pedro aparecía con una gigantesca bandeja de metal floreada,
también heredada, con tasas de té con leche y tostadas con mantequilla, que
repartía amorosamente entre los entusiastas comensales. Beto era el del medio,
pues estaba Rina, que era más pequeña que él y Blanca la mayor. Mientras
tomaban el desayuno, un sol tibio se hacía el invitado, posándose en las tasas,
como queriendo bebérselo todo de una vez. Blanca sopeaba el pan mostrando su
dentadura incompleta, dibujando margaritas en sus mejillas. Rina sacaba la
lengua como haciendo fuerzas, pues era su característica. Después del desayuno
se ponían a saltar en las camas, pasando de una a otra por el aire, tirándose
las almohadas… La abuelita Blanca salía a la vereda para barrerla y darle a las
palomas un montón de miguitas hechas al tomar desayuno…, mientras el Ñato, un
gato blanquinegro gigantesco, peludísimo, traído desde pequeño del campo de
Colina, hacía de cazador, echando sus orejas hacia atrás, moviendo la punta del
rabo sigilosa y lentamente… nunca lograba cazar una, pero no le importaba y no
sufría por aquel acto fallido, pues siempre lo hacía con el entusiasmo de la
primera vez. Al barrer la vereda, la cuadra entera era una cascada de
fraternidad entre las vecinas, pues todas salían a barrer a la misma hora, día
adía…para siempre: La señora Teresa contando sus desmanes con sus perros, la señora
Lucha a la entrada de su almacén y la señora Clotilde mirando desde dintel de
la puerta a don Darío, quien hacía por ella este necesario ejercicio
comunitario, barrer. Se sumaba el Señor Corvalán (así era conocido), que se
mostraba todo el tiempo adusto, serio y su señora, la señora Agustinas, que se
le veía poco. Se ponían al día en sus sentires y pareceres.
A medida que hablaban,
acariciaban la calle con la escoba, de uno a otro lado, casi como un ritmo
cabalístico o iniciático de encontrar respuestas y palabras en la vereda. Era
todos los días igual… Beto se levantaba con sus hermanas e invadían el patio,
inventando juegos que nunca acababan, bajo un parrón generoso de uvas de todos
colores…el mundo, entonces, no tenía dimensiones, era tan grande como el patio
de la casa materna que los acogía, pero tan infinito como los imaginarios que
se producían y que no tenían nada que ver con las dimensiones geográficas de la
cuadra de Beto. No se sabía, entonces, si el tiempo transcurría o existía de
veras, pues a Beto y sus hermanas todo les parecía eterno. La niñez, entonces,
era la mejor ocupación de todos los tiempos, no había una imagen del mañana, ni
un sentimiento, pues el ahora era el incuestionable espacio del mundo que lo
invadía todo…
Después, el futuro irrumpió
en el presente, evaporándolo todo. El silencio se apoderó de Freirina y una mítica
niebla impedía ver los pasajes y Diana Valderrama. Las hojas efímeras, secas y
amarillas del otoño cayeron mil veces sobre la calle, borrándola de la faz de
la tierra.
Después de muchos años, quién
sabe cuántos, un hombre fuerte, grande, robusto, de sonrisa acogedora se acercó
lentamente y caminó unos pasos hasta dominar con su alma la calle completa que
lo acogió cuando niño. No sabía cómo el tiempo lo había invadido todo. La
calle, ahora, era un hastío de enormes edificios que habían arrasado todo a su
paso, excepto unas casas que aún en pié se mantenían dignas en su herrumbrosa
existencia..la cerca de don Darío ya no estaba…junto a la mirada de la señora
Clotilde, el almacén y la señora lucha no existían ya. Entonces, millones de
recuerdos salían a su encuentro atropellándose en su pecho a punto de estallar,
¿Qué había sucedido?...
Desde el fondo de la calle
una anciana de indescifrables años, con enorme dificultad se acercaba como
pidiendo perdón al viento por sus pasos, meciéndose como un árbol viejo a punto
de caer…de un lado al otro, como un álamo viejo e infinito, lentamente,
lentamente, como pidiendo permiso para existir…¡hijo, hijo mío!... era la señora
Inés, que desde la lejanía de su intemporal ser lo reconoció. Mientras la
anciana se acercaba, Beto sintió una lágrima deslizarse por su rostro, desvaneciéndose
con una brisa extraña… ya no estaba su abuelita Blanca y la imagen de don Pedro
con su camisa blanca hiperplanchada, leyendo una y otra vez El Siglo. Todo se
había desvanecido con toda la multitud de vivencias de todo el vecindario y sus
recuerdos de niño… Ya no había desayuno para el pueblo, ¡¡¡desayuno para el
pueblo!!!!…Beto, con ademán casi mecánico, apretó muy fuerte entre sus brazos a
su madre Inés y volvió a sentir en su frente esos labios y el olor a jazmín y
rosas de quien sabe cuando. El mundo,
entonces, ya era demasiado ancho, ajeno
y desconocido. Ya no tenía las dimensiones de la calle Freirina y menos…..del
barrio.
Adrián (el Beto) con su hermana, Blanca.

Adrián (el Betito) con su mascota
Wow muy bello el renato de tus memorial de la calle freirina, felicitaciones un abrazo.
ResponderEliminarPs si encuentra una foto de esa epoca recuerdo tu nombre perfecto
Hermano me emocioné. Y llegue a sentir ese olor a pan, gracias amado hermano por tan bellos recuerdos
ResponderEliminarExtraordinario relato de mi gran amigo, mi hermano de toda la vida, una visión poética de ese pasado del cual fui parte, mis felicitaciones por atesorar tan lindos momentos.
ResponderEliminarUn gran abrazo hermano!
Linda historia que nos conecta con nuestra infancia y adolescencia.
ResponderEliminarLindas vivencias hermoso tu relato Beto. Me hiciste retroceder en el tiempo tan lindo para cada uno de nosotros. Gracias
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