ENTRE DIEZ Y QUINCE CUADRAS. UN RELATO CON HISTORIAS
ENTRE DIEZ Y QUINCE CUADRAS
Autora: Gloria
Bensan Jofré, ex vecina del barrio
La ultima a la derecha en la foto, es Gloria Bensan la escritora del relato
Siento que hace casi… casi
setenta años, la Avenida Independencia se ofreció en pleno para mi personal transitar.
Importantes vivencias en mi formación como individuo y ciudadana devienen de unas
pocas cuadras que, en período escolar, caminábamos de ida y vuelta desde
nuestra casa hasta la Escuela Superior de Niñas N° 20.
Habíamos visto que, un
poco al norte de la casa, estaba el Molino Ideal, que había un local de la
“Cruz Roja” que, además, me parece, distribuía la leche estatal con el objeto
de disminuir la desnutrición infantil y que, por esos lados, pasaba el
Cuasimodo después de Semana Santa. Por nuestra calle pululaban afiladores de
tijeras y cuchillos, vendedores de leche de burra con su animal en vivo y en
directo, carteros a pie, organilleros, etc. Las tardes eran de pichanga en las
calles del barrio hasta el momento en que, desde las casas se escuchaba “está
lista la once”. En la mía se compraba leche de vaca a los carretones que traían
su producto recién ordeñado en estanques de aluminio y que la dejaban en
botellas de vidrio especialmente diseñadas para ese objetivo. Había una
lechería por la calle El Guanaco. El pan y otras compras diarias se realizaban
en el almacén de la esquina.
Llegábamos a la Av.
Independencia por una hermosa calle empedrada con muchos y frondosos acacios. Solíamos
ver a los vecinos barriendo su acera y regando sus árboles. El sentido de propiedad
y cuidado de lo colectivo era fuerte. Se veía, olía y sentía. Pasábamos por una
casa llena de misterios para niñas y niños. Ahí se celebraban oficios de alguna
rama de evangélicos que, previamente, recorrían las calles cantando y tocando
la guitarra para convocar a esos encuentros. Ante sus destemplados bullicios se
decía que “los tomaba el espíritu”.
Ya en la Avenida, que
se dice estuvo en (o era) la ruta del Camino del Inca por allá por los 1500 y
que luego facilitó el paso del Ejército Libertador, por el lado oriente y hacia
el sur se distinguían varias cuadras de blancas casas de dos pisos de la nueva
población de carabineros que, en contraste con las construcciones
habitacionales del momento, poseían diseño y actualidad. También daban la idea
de mayor seguridad urbana en el sector. Se sabía que otra u otras filas de casas
de ese conjunto colindaban con las pistas de carrera del Hipódromo Chile.
Hacia el sur, pero por
el oriente, estaba la Parroquia de Nuestra Señora de Fátima. Era linda. Ahí
hicimos nuestra primera comunión. Entrando, a la izquierda de la reja, nos
tomamos las fotos de rigor junto a la imagen del Cristo crucificado que era
objeto de muchas ofrendas. Siempre tenía cientos de velas encendidas. Conocí a
una niña que pasaba a buscar esperma para comérsela; más bien, para hacernos creer
que masticaba chicle.
Durante los fríos días
de agosto ese tramo era un deleite. Podíamos ir quebrando escarchas en las
“tazas” de los árboles, cuidadosamente fabricadas. Pocas cuadras al sur se
respiraba la euforia que provocan los campos deportivos. Al oriente, el Estadio
Santa Laura y todo su fervor futbolístico. En sectores aledaños y sobre la
Avenida Independencia, había un complejo deportivo de la Universidad Católica. Años
después, en 1961, estuve en Santa Laura durante el concierto de Neil Sedaka que
concitó cinco mil espectadores.
En esas no muchas
cuadras, ya disponíamos casi de un mundo propio y completo: hechos históricos de
la conquista e independencia, vecinos, cultos, devoción y profanación,
poblaciones institucionales, deporte, salud, industria y comercio, solidaridad.
No recuerdo la presencia de bomberos ni comisarías en ese acotado espacio. La cultura
y la educación (instrucción, como decía mi profesora primaria) estaban por
aparecer. Unos metros al sur estaba la Plaza Chacabuco. Su nombre, también con
recuerdo histórico: la batalla del mismo nombre. Era un espacio ciudadano en sí
mismo.
Al poniente, un gran y
bello acceso al Hipódromo Chile, cuna de un deporte comercial y adictivo, pero
bello. Las carreras de caballo son de una estética increíble; de suspenso,
destrezas y a veces, trampitas. Al oriente, el Teatro (Cine) Chacabuco con sus
butacas de madera. Era un sueño para mí. Las películas más importantes de mi
infancia las vi ahí: El ruiseñor y la rosa, por ejemplo. Cantinflas y Chaplin eran
mis actores preferidos y sus personajes, mis predilectos; sus grandes enseñanzas,
sin moral camuflada, marcaron a fuego mis reflexiones; también me encantaban
los musicales de Jorge Negrete y Pedro Armendáriz. Llegaba poco cine en inglés.
En tiempos de escasez durante
la revuelta de 1957 en Santiago, en Av. Independencia, camino a la escuela N°
20, se instaló un local del Comisariato al que recuerdo haber ido con mi mamá a
hacer cola para comprar la cantidad autorizada de azúcar negra, que ahora llaman
rubia.
El sistema de transporte
público era con micros a las que, años después, se sumaron las liebres. El
pasaje escolar costaba un peso. Casi no lo utilizábamos para ir a clases. La
mayoría de las veces caminábamos hasta la Plaza Chacabuco.
Desde ahí faltaban unas cuadras para llegar a la escuela, a la que asistíamos de delantal blanco. Entonces, tomábamos “el carro” que era una extensión del recorrido La Palma-La Plaza del tranvía inaugurado a principios de los 1900.
Esa opción me resultaba extraordinaria pues, aunque sólo fuese por pocas cuadras hasta la calle Nueva de Matte, me permitía imaginar largos viajes en tren. De ahí, transbordo… y retomábamos la caminata hasta la calle Huasco.
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Un muy buen relato para evocar gran parte de mi niñez y juventud. El teatro ( cine ) ubicado en la plaza Chacabuco era el teatro ( cine ) Valencia.
ResponderEliminarMuchas gracias. Tiene toda la razón. Gloria
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