LO QUE EL VIENTO SUSURRA EN SEPTIEMBRE, UN RELATO ÍNTIMO

  “Si pudiera olvidar mi pesar y mi mal, lo haría”

                                                                                    Dickens

 En lo más alto de la colina hay una casa muy alta, con grandes ventanales, sus paredes blancas rodeadas de flores de cien colores.

 Por una de sus ventanas salen sueños violetas, en otra sonrisas y música, sus puertas siempre abiertas. Te invitan a pasar.

Ven, entra, el padre te cantará, mientras mamá un delantal bordará; El abuelo alguna de sus aventuras te contará, la abuela te abrazará, siete traviesos niños juegan, ríen y también pelean.

Entre ellos, la menor es una niña a la que sus hermanos llaman lentejita por tener la cara llena de pecas Gabriel es su hermano mayor.

Con él va a la plaza a unas cuadras de su casa.  Allí le hace collares de flores en primavera que él se pone en su cabeza o en su muñeca.

 En el verano toman un chal que ponen en el suelo bajo la sombra de los árboles más altos, él toca en su guitarra rondas y canciones infantiles que a ella le encantan

Encumbran volantines que Gabo fábrica con restos de cometas, papel periódico o plástico, lentejita les decora con hojas secas del otoño. A él no le molesta que salte en los charcos ni que no sea “señorita”, juntos ríen y sueñan con lo que llegarán a ser y hacer algún día.

Ha llegado la primavera, lentejita se pone el vestido floreado que su madre le hizo y zapatos de charol. Espera junto al ventanal el regreso de Gabo, del encuentro de jóvenes cristianos, una suave brisa le envuelve, algo le susurra, pero ella no entiende.

 Es septiembre y el viento se va adueñando de la ciudad, es tan intenso que queda para siempre marcado en su memoria.

 Este viento posibilita y va llenando el cielo de coloridas y hermosas, cometas, pavo, ñecla y chupeta cada una de ellas compite en las manos de algún niño, por llegar a lo más alto. Como ella es niña solo tendrá una cambucha que con el pelao su amigo de siempre harán de papel de diario.

 Así, con vestido floreado, zapatos nuevos, encumbrando volantines, comiendo pescado a la lata en la fogata de la caleta del Membrillo, empanadas, choripanes, anticuchos en las ramadas del Alejo Barrios celebran septiembre lentejita y su familia.

Pero ese septiembre fue distinto, alguien, no sabe quién, ni porqué, lo cambió todo. Ya nadie le acompaña a la plaza.

 Entonces ella prefiere quedarse en casa mirando la primavera desde su ventana a su casa ya no la rodeaban flores de cien colores.

Descansa en la oscuridad de su cuarto en verano.

 Ya no encumbra volantines ni los decora con hojas secas, ahora solo las dibuja en otoño y pega en su pared.

 Comienza a darle formas humanas a los charcos que se forman después de la lluvia, ya casi no reía y dejaron de gustarle las canciones infantiles.

Ya es navidad, un momento especial para mamá de lentejita. Ella exige que todos sus hijos estén presentes en esta celebración, no interesan los regalos, sino ir todos juntos a la misa del gallo. Volver a casa a comer los churros rellenos con chocolate que papá hizo y cantar acompañados de la guitarra que Gabo tocaba.

 Por eso ella esperaba, ilusionada que en el umbral de la puerta él aparezca con su sonrisa, guitarra y diga que todo ha sido una mala broma. Eso nunca sucedió por más que al cielo pidió

Lo que sí sucedió en navidad fue que su amigo hermano el pelao, le dejó un perro, feo, desnutrido y casi tuerto por unos días mientras él volvía del campo.

Con muy pocas ganas ella, le cuido, el perro dormía en el pisa pies junto a ella, le cuidaba mientras ella dormía, el animal le lame sus manos y cara.

Así pasaron días y meses con la agüita de té y ungüentos de hierbas que mamita Yaya le daba para que ella le pusiera, el ojo mejoró y fue creciendo.

 Este animalito necesita más espacio, necesita correr y jugar con otros perritos- dijo la Abu- necesita un nombre y salir.

Entonces ella entendió lo que debía hacer. Volvió a la plaza.

Todos los días con chocolate iba a jugar, corrían al mercado a comprar papas, comenzó a ser parte de la pandilla que se reunía en el club que con cuatro palos su padre había hecho en el patio.

 Fue un amigo con quien reía, caminaba por la playa así él y ella cada día estaban más fuertes y sanos del alma.

 Cuando Chocolate cumplió quince años con su cuerpo cansado ya de tanto afanar se durmió, fue triste despedir a este amigo. Él le enseñó que todo va hacia adelante, nada perece.

Solo perece lo que no cambia y sólo el olvido mata.

 Por eso al recordar a Gabo, Chocolate, a las madres, padres, hijos e hijas que un día la muerte vestida de militar nos arrebató. Les hace eternos.

 

                                                

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